sábado, 26 de febrero de 2011

Una cajita con muñecos dentro


Eran las doce de la noche y tenía los ojos enrojecidos, pero ya secos. Su cara era una flor triste, un poema machadiano en ese instante en el que ya había entregado todas sus lágrimas y todos sus porqués sin respuesta después de días y días. El espejo le recordaba que ya no podía volver atrás, no. Ya no podía ser todo como en aquella niñez preñada de juegos y travesuras en la calle, aquella niñez yerma de auténticas preocupaciones. Y al parpadear su llanto frente al espejo había recordado las tardes que su madre se sentaba en la mecedora de madera y se ponía a leer sus novelas de padres mientras él en el sofá empezaba un nuevo libro de la serie de "Mi hermana Clara y yo", o las noches en que el abuelo jugaba a Peter Pan con él y sus primos, que abandonaban el brasero para hacerse espadas transparentes agarradas por las empuñaduras de aire y dejarse la piel cada uno en su papel. Efectivamente, el tic-tac del reloj había movido el tiempo adelante, no sólo los segundos, minutos y horas sino, arrastrados por ellos, como en un engranaje mastodóntico, también los días, semanas, meses y años. Y ahora no tenía 7 años. No los volvería a tener jamás. Es verdad que Jorge había perdido en ese transcurrir de la vida gran parte de su propio niño y que a cambio había ganado gran parte del adulto que un día -quizá- debía suplantarle definitivamente. Pero después de aquellos malos días que había ido sobrellevando gracias a lo que su madurez le dictaba, tuvo la feliz idea de desempolvar el niño que siempre fue, y que seguía dentro esperando la ocasión para asomarse a la oscuridad de su propia historia, gritando para reclamar atención y volver a escena para poder así traer la espontaneidad, la ingenuidad y la despreocupación que gobernaban, junto a la alegría, las aventuras de su infancia. Y descubrió que, a veces, esas cualidades infantiles, traídas a su edad actual, surten un efecto mágico, como el de los remedios que la sabiduría de los chamanes americanos podía esconder.


Los chamanes americanos. América. Guatemala. Sí. En este punto Jorge evocó el momento en que su padre volvió de un viaje a Guatemala. Le pareció oír el sonido del timbre, verse corriendo hacia la puerta, abalanzándose sobre su papá mientras a éste solo le daba tiempo a soltar su maleta antes de ver caer el manojo de bolsas que traía en la otra mano. Recordó cómo estaba de feliz su mamá cuando el se giró buscándola y la encontró bajo el dintel de la puerta, esperando su turno. Papá había traído algunos recuerdos del viaje: una camiseta para él mismo, un vestido muy colorido para mamá, un mantel de artesanía guatemalteca para la mesa grande del salón y el regalo del niño. Era algo muy muy pequeño. Una cajita con muñecos dentro.
En ese instante de la noche, la luna hería de plata el cabecero y los pies de la cama y una brisa fresca y pura abrazaba todo el dormitorio. Jorge fue hacia su mesita de noche. Sacó del compartimento inferior la bolsa donde guardaba su colección de llaveros, unos cuantos cochecillos viejos que estaban desordenados, un par de libros de Jorge Bucay y la libreta donde escribía él mismo. Y en el fondo estaba aún, tan pequeña y tan poquita cosa que ni el tiempo la encontró para corromperla. En esa cajita sólo el polvo disminuía el amarillo predominante y los signos en verde y rojo que la decoraban. Recordó las palabras de su padre cuando se la dio y la abrió por primera vez sin entender muy bien para qué valía. Pero al fin, el niño que fue emergió y se adueñó de todo. Y así fue tan ingenuo, tan feliz, tan despreocupado y tan espontáneo que se fue a la cama con la cajita amarilla e hizo lo que le contó su padre que hacían los niños en Guatemala antes de acostarse: abrir la caja, mirar uno a uno los muñequitos, contarle a ellos sus problemas y ponerlo todo debajo de la almohada. Se quedó dormido pasada la una de la madrugada y su noche fue más tranquila que las anteriores. Al despertar, saltó de la cama con una ligereza inusual. Se sentía bien, ya lo creo. Más despejado, más sereno. Pensó en sus problemas y le pareció que no estaban ahí esperándole y atosigándole como todos esos días. Miró bajo la almohada y la cajita permanecía en el mismo lugar. Se rió pensando que su padre le había contado al dársela que si se las cuentas, los muñecos quitapenas se llevan tus preocupaciones y así te permiten dormir plácidamente. El adulto que ya estaba empezando a ser pensó que era solamente un cuento para niños. Pero el niño que nunca en verdad dejó de ser no paraba de reír y, en silencio, al mirar a los muñequitos, gritaba: ¡Biennnnn!

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sábado, 12 de febrero de 2011

Punto

Punto. Hoy me duele el alma, me duele mi alma de ahora y la de unos meses. Un mal día lo tiene casi cualquiera. Casi cualquiera. "Las imperfecciones son fallos de fábrica. Tiene usted derecho a descambiar". La presión del producto examinado cuando funciona bien... Estalla.

No soy una máquina. No. Por eso me duele mi estupidez tanto como algunos rutinarios momentos sin historia y también los dedos, estas yemas suaves que aprendieron a escribir solo un nombre y algunos pensamientos, palabras de sensibilidad caídas de la nada literaria con delicadeza. Hoy no sé bien qué estoy queriendo decir, escribe mi yo autómata, el desahogado, supongo. Por eso no sé si el blog se acaba aquí, o si renacerá de su azúcar y ceniza por otro lado, o si... mañana pintará manzanos rojos. Por eso, ignorante hasta este extremo, no sé de qué clase es este PUNTO.

miércoles, 9 de febrero de 2011

Libélula

Agarrada,
en mi puño encerrada
aletea
una libélula
y al fin se libera
se extiende y vuela,
preña al invierno de primavera
y va tiñendo el aire
de azules y platas,
como los sueños
que no le pertenecen a uno,
como los sueños
que no son de una noche suelta.
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lunes, 7 de febrero de 2011

Avisada estás

Si das con mis cosquillas
te juro que te la vas a cargar,
y todo se desencadenará
con un beso en el portal.
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